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Déjà vu: Memorias del futuro

El ciberpunk es un movimiento cultural que se inició en la década de los 80 como un subgénero dentro de la ciencia ficción. Retrata un futuro cercano en el que hackers, megacorporaciones, realidades virtuales e inteligencias artificiales conviven en un mundo oscuro y sucio, con una sociedad en declive y un clima que ha mutado convirtiendo el planeta en un lugar mucho más hostil del que conocemos. Bajo mi punto de vista, este género ha dado al cine alguna de sus obras más memorables aunque quizás, la que destaque entre todas ellas sea Blade Runner. Su atmósfera, la música de Vangelis y el famoso alegato final del replicante interpretado por Rutger Hauer, «he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión…Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir…», tratan de enfrentarnos a una de las preguntas más profundas y existenciales para nuestra especie: ¿Qué es lo que nos hace humanos?.

El director de esa cinta, Ridley Scott, ahora vuelve a estar de moda tras el estreno de Napoleón. Todos somos susceptibles de pegar un petardo, y el señor Scott, capaz de lo mejor y lo peor (cual Julio Salinas), ha pinchado con una película histórica que se pasa la propia historia por el mismísimo arco del triunfo. Pero volviendo con el ciberpunk que es a lo que voy, lo que me fascina de esta corriente es su denuncia de los potenciales riesgos que entrañan las nuevas tecnologías. El progreso no es necesariamente bueno. Tampoco malo. Una misma herramienta, en manos de diferentes personas, puede provocar el bien o el mal. Estas ideas ya empezaron a forjarse en la Inglaterra post Revolución Industrial. La novela Erewhon, traducida al español como Allende la montaña, escrita en 1872 por el autor Samuel Butler, describe un futuro en el que las máquinas son destruidas para evitar que adquieran conciencia y pasen de estar al servicio del ser humano a convertirse en esclavizadoras de éste. Sí, sí, te hablo de finales del siglo XIX. El rápido progreso e industrialización que se había vivido en las décadas previas, había terminado despertando recelos y miedos hacia la tecnología y la posible deshumanización que podía acarrear.

El ser humano tiene miedo a lo desconocido, a lo nuevo e inescrutable, y puede llegar a imaginar el futuro con temor. El mismo sentimiento de desconfianza que experimentamos en nuestros días hacia la IA surgió hacia las máquinas de vapor. También tuvieron su particular Black Mirror. Y es que llega el momento en que debemos plantearnos las implicaciones éticas, filosóficas y políticas que tienen los desarrollos tecnológicos. El ser humano tiene una capacidad infinita para soñar e imaginar su porvenir. En cierta manera vivimos en una profecía autocumplida en el que futuro termina por parecerse, casi como dos gotas de agua, al que imaginamos. Siendo así, resulta procedente preguntarse si estos planteamientos distópicos, este enfoque apocalíptico, resultan acertados y si el curso de las acciones humanas actuales nos lleva a la catástrofe. Toca entonces plantearse otros interrogantes igualmente trascendentes: ¿Estamos en el camino correcto? ¿Hasta dónde vamos a llegar? ¿Cuál es la próxima frontera?.

Creo que este es el papel que ha asumido uno de nuestros coetáneos más ilustres, Elon Musk, quien ha enarbolado la bandera de los pioneros. Y no solo por su audacia, sino también por su perseverancia. Inteligencia artificial, neurotecnología, viajes comerciales al espacio y vehículos eléctricos. Así es como ve el futuro el señor Musk quien, al igual que en la novela 1984 de George Orwell, también conoce la importancia política de la información y la comunicación y por ello compró recientemente la red social X. Pues bien, hace un par de semanas nos presentó su última obra, el Tesla Cybertruck. Con dos años de retraso, eso sí, a finales del mes de noviembre pudimos conocer por fin el vanguardista y cibernético vehículo que, misteriosamente, me resulta igualmente familiar y conocido. Quizás sean sus líneas rectas debidas a su construcción en acero inoxidable que recuerdan al famoso Delorean de Marty McFly o puede que sea porque refleja de modo fiel el coche del futuro que yo mismo soñaba, pero me provoca una extraña sensación de déjà vu que me resulta ciertamente incómoda.

Algo similar me ha ocurrido con los titulares de prensa que recogen el acuerdo alcanzado tras la COP28, la más reciente cumbre del clima. «Acuerdo histórico». «Un balance positivo». «El gran acuerdo sobre el cambio climático». ¿Te suenan? ¿Sí? Pues no será porque tengan que ver con esta cumbre. Estos titulares son de los días posteriores a la celebración de la COP3, el famoso Protocolo de Kioto. Todos se las prometían muy felices por los acuerdos logrados. El objetivo era literalmente “reducir el total de sus emisiones a un nivel inferior en no menos de 5% al de 1990 en el período de compromiso comprendido entre el año 2008 y el 2012”. Sin embargo, a pesar de haber celebrado a bombo y platillo aquel acuerdo, según el World Resources Institute, las emisiones de gases de efecto invernadero acumuladas han aumentado más de un 50% entre 1990 y 2018. Ponerse de acuerdo está muy bien, pero si se hace de forma defectuosa, difícilmente se cumple con lo pactado.

¿Y por qué falló el Protocolo de Kioto? Pues por lo mismo que suelen fallar otros muchos acuerdos. En primer lugar, la falta de consenso real. No todos los países que participaron en la cumbre firmaron el acuerdo y otros, como es el caso de los Estados Unidos, no lo ratificaron en sus órganos nacionales a pesar de haberlo suscrito. En segundo lugar porque los mecanismos propuestos no eran eficaces. El sistema de derechos de emisión que buscaba fomentar la inversión en renovables y tecnologías libres de CO2, lejos de conseguir su objetivo, terminó por generar un mercado especulativo que elevó los precios de los bonos, enriqueciendo a muchos, y elevando la factura que pagaban los clientes finales. Y en último lugar porque, por más que nos pese, hoy por hoy no hay una alternativa tecnológica capaz de producir una energía tan abundante y a unos precios tan competitivos como los combustibles fósiles. Sí, asumámoslo. La solar y la eólica aún no están preparadas para dar el suministro continuo, estable y suficiente como para abastecer al ser humano y su fabuloso tren de vida. La única alternativa que quizás cumpla los estándares requeridos sea la denostada energía nuclear, que por fin parece haber dejado de ser tabú en algunos países.

«Vale pero el Protocolo de Kioto se firmó en el año 1997, seguro que ahora lo hemos hecho mejor», puedes pensar. ¿Seguro? Sinceramente me gustaría que así fuera, pero voy a señalarte algunas similitudes entre ambas situaciones que podrían hacernos pensar lo contrario. En primer lugar, tampoco se ha logrado consenso para usar las palabras eliminación o abandono de los combustibles fósiles y en su lugar ha tenido que usarse la voz «transitioning away» (dejar atrás) para conseguir que todas las partes estamparan su firma. ¿Eso qué quiere decir? Que en realidad no están de acuerdo en eliminarlos  y han usado lo que llamo ambigüedad estratégica, o lo que es lo mismo, el arte de redactar un acuerdo que permita a las partes actuar como si no lo hubieran firmado. En segundo lugar, es un acuerdo desigual y, siendo de una duración tan larga, puede dificultar el cumplimiento del mismo. Los países africanos han comenzado su industrialización recientemente y no han emitido tanto CO2 como los países ricos. Ponerles coto al uso de combustibles fósiles es una rémora para su desarrollo, por más que se les prometan fondos para compensarles. Y por último, tan claro se tiene que las “energías limpias” aún no está listas para tomar el relevo, que la cumbre ha sido también testigo de la firma por parte de 22 países de un compromiso para triplicar el uso de energía nuclear para el año 2050. Entre los firmantes se encuentra Estados Unidos, Francia, Países Bajos o Suecia.

A pesar todo, hemos de estar satisfechos, poner de acuerdo a los representantes de casi 200 países para que se alineen en pos de un mismo objetivo es harto complicado y he de reconocer que tiene su mérito. Sin embargo, al igual que el Cybertruck de Elon Musk, la cumbre me deja cierto regusto de haberme visto ya en otra igual. Quizás es que uno está ya cansado de tanto político diciendo lo bien que lo hace y lo mucho que dialoga. Quienes me conocéis sabéis que me gusta montar en moto en circuito. En ese mundo hay una regla: vas hacia donde diriges tu mirada. Creo que esto es totalmente extrapolable al mundo real. Si miramos hacia nuestras diferencias, en lugar de hacia nuestras zonas comunes, iremos de cabeza hacia el conflicto. A la grava (volviendo al símil del motor). Hemos de creer que un mundo mejor es posible. Tenemos que desearlo. Necesitamos soñarlo. Solo así nos dirigiremos hacia él y no hacia un futuro distópico donde, como decía el replicante, todos nuestros momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia…