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Minority Report

148 años, 2 meses y 17 días. Ese es el tiempo que ha transcurrido desde que una mañana de 1876, un joven de apariencia modesta y vestido con un abrigo oscuro se dirigiera hacia la oficina de Patentes y Marcas en Washington. Bajo su brazo derecho, meticulosamente enrollados, llevaba consigo varios bocetos y notas que representaban el fruto de largas noches de experimentos e incansable trabajo. Como más tarde podría leerse en la patente Nº 174.465, aquellos esquemas describían «el método y el aparato para transmitir los sonidos vocales u otros sonidos telegráficamente causando ondulaciones eléctricas similares en forma a las vibraciones del aire que acompaña a dicho sonido vocal u otro sonido.». En otras palabras: acababa de patentarse el teléfono.

No obstante, aunque aquel muchacho de 19 años llamado Alexander Graham Bell fuera el propietario legal del invento, la idea original no era propia, sino un préstamo tomado del emigrante italiano Antonio Meucci. En el año 1854, con el simple propósito de conectar su oficina con el dormitorio de su esposa, enferma y postrada en cama, este ingeniero florentino había inventado un aparato capaz de transmitir señales acústicas por medio de señales eléctricas, el «teletrófono». Sin embargo, las dificultades económicas evitaron que Meucci pudiera formalizar su patente, circunstancia que fue aprovechada por el señor Bell para desarrollar el concepto y adueñarse del mismo.

Y apostaría a que ninguno de los dos imaginaba el impacto que aquellos primeros aparatos hechos de madera y metal terminarían teniendo sobre el mundo y la manera en que la comunicación evolucionaría hasta nuestros días. Era imposible predecir que 131 años más tarde, en la convención Macworld de enero de 2007, otro genio de nombre Steve Jobs, se subiría al escenario para anunciar que estaban a punto de lanzar el primer smartphone, el iPhone. Con pantalla táctil, conexión a internet, cámara integrada y un enorme mercado de aplicaciones, aquel aparato se convertía en una herramienta, no solo para hablar, sino en un fenómeno cultural y tecnológico.

Desde entonces, los smartphones no solo nos han cambiado la vida, nos la han robado. Al menos una parte. Eso puede concluirse de un estudio realizado en 2023 por electronicshub.org, en el que se calcularon las horas diarias que pasamos usando el móvil respecto a las horas de vigilia. Las conclusiones resultaron ciertamente inquietantes. En promedio, pasamos el 22% del día enganchados a nuestro smartphone. ¿No lo crees? Tan solo tienes que mirar el registro de tu teléfono. El mío marca una media diaria de 2h y 54 minutos de uso. Un 16% por ciento del tiempo que paso despierto. Y no todo se consume en llamadas. De acuerdo con el mismo informe, los españoles pasamos un 11% de nuestro tiempo conectados a redes sociales a través de nuestro dispositivo móvil. Lapso que bien podríamos dedicar a estar con nuestra familia y amigos, hacer deporte o leer un buen libro…

Nos la han metido floja. Eso es lo que ha ocurrido con los móviles. Nos han colado un caballo de Troya, tan a poquitos y con tan buen marketing, que no somos capaces de ver en qué se han convertido nuestros teléfonos. En unos tiranos. Unos autócratas. Auténticos elementos de control de masas. Los extremos se tocan y, lejos de servir a los intereses que pretendían satisfacer Bell y Meucci, el teléfono se ha convertido en un elemento de aislamiento social, de división y de polarización. Sin embargo, los vemos como algo tan cotidiano que incluso el hecho de que graben nuestras conversaciones o geolocalicen nuestros movimientos no nos molesta, no nos da miedo. Al contrario de lo que ocurre con la IA.

Y no creo que sea por causa de aquellas películas que reflejan un futuro distópico lleno de máquinas que han tomado el control del planeta y subyugado a los seres humanos. No. Y tampoco por los dilemas éticos que comportan estos desarrollos técnicos. Hoy en día, la gente tiene miedo a la inteligencia artificial por un motivo pecuniario: la IA amenaza con tocarnos el bolsillo. Arriba las manos, ¡esto es un atraco! La automatización de tareas y el incremento de productividad que lleva asociados terminará eliminando muchos puestos de trabajo. Así ocurrirá. No hace falta ninguna bola de cristal, porque así ha ocurrido otras tantas veces en el pasado cuando una disrupción tecnológica ha puesto patas arriba el statu quo productivo.

Empero la principal diferencia entre esta revolución industrial 4.0 y las que se han vivido antes es que los resultados de ésta son mucho menos predecibles y mucho más caóticos que en los casos previos. Estas características han provocado el surgimiento de nuevos marcos conceptuales para comprender y abordar la complejidad y la incertidumbre de este nuevo entorno. Un escenario inédito que, por sus siglas inglesas, se conoce como BANI: un mundo frágil y lleno de ansiedad, donde las relaciones causa-efecto han dejado de estar claras y dificultan nuestra capacidad de entenderlas. Y no es para menos. La velocidad y profundidad de los cambios que se suceden hoy en día es tal, que nuestro primitivo sistema cognitivo no está preparado para asimilarlos.

¿Qué nos depara el futuro? ¿cúal será la siguiente frontera? Tengan por seguro que, si supiera responderles, no me encontraría escribiendo estas líneas, pero puedo garantizarles que la evolución de la inteligencia artificial suscitará interesantes debates sobre la naturaleza de la conciencia y la privacidad del pensamiento. Y para esto último nos queda muy poco, porque un grupo de científicos de la Universidad de Texas en Austin ha desarrollado una aplicación de IA capaz de leer la mente. Así es. En sus pruebas, los investigadores pidieron a un grupo de personas que vieran en completo silencio una serie de vídeos cortos mientras eran escaneados por la aplicación. Al terminar el proceso, el software fue capaz de describir con precisión algunas escenas que se mostraban en los vídeos tan solo basándose en la actividad cerebral de los sujetos bajo estudio. Alucinante.

Y esta idea de que las máquinas puedan leer y predecir nuestros pensamientos y comportamientos me recuerda inevitablemente a una de mis películas fetiche. Una que fue dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Tom Cruise, Minority Report. Estrenada en otoño de 2002, esta cinta nos transporta al año 2054, a una sociedad que ha erradicado los asesinatos gracias a un sistema de prevención que lee la mente de los futuros criminales y los encarcela antes de que conviertan en realidad sus delictivas intenciones. Sin embargo, y empiezo en este momento con los spoilers, en una de sus predicciones, el sistema apunta a John Anderton (interpretado por Tom Cruise) como autor de un futuro asesinato. Seguro de que él nunca cometería tal acto y que se trata de un error, logra escapar de la policía e inicia una cruzada con el objetivo de demostrar su futura inocencia.

Las tesis que subyacen en el argumento de la cinta son dos. Por un lado, nos hace pensar sobre la predictibilidad del comportamiento humano y si nosotros mismos sabemos lo que seríamos capaces de hacer en según qué circunstancias. Por otra parte, la trama nos habla de que todos los sistemas tienen fallos, excepciones a la norma que deben ser gestionadas. En este caso, las predicciones las realizaban un grupo formado por tres psíquicos, los «precognoscentes». En ocasiones, uno de ellos tenía una visión diferente a la de los otros dos, un informe en minoría, que era eliminado y no se tenía en cuenta para enjuiciar o exculpar a nadie. ¿Era bueno este método? ¿Era justo? ¿O sería más lógico exigir un reporte unánime para condenar a una persona? ¿Qué creen ustedes? Espero que tengan una opinión formada al respecto porque el poder que tienen las minorías es un tema de la más absoluta actualidad.

Vamos por partes, sobre todo para que no haya malentendidos. Sentemos unas bases: vamos a ponernos de acuerdo en que la diversidad y la multiculturalidad tienen un valor intrínseco y que ambas resultan beneficiosas para nuestra sociedad. ¿Por qué pienso así? Por una lógica tan simple como que la exposición a ideas y conceptos diferentes a los propios es enriquecedora y favorece los procesos de innovación, la creatividad y, por ende, el progreso ¿Les parece sensato? Bien, pues por otra parte, también parecería sensato pensar que, ateniéndonos a los principios y la lógica democrática, la opinión de la mayoría debería pesar más que la de las minorías a la hora de tomar ciertas decisiones que nos afectan a todos. ¿Sí? Sin embargo, lejos de suceder así, actualmente ocurre totalmente lo contrario. Nos encontramos en una época marcada por la dictadura de las minorías, donde las voces más ruidosas y polarizadas eclipsan el diálogo constructivo y terminan por imponer su criterio.

Se trata de la regla de la minoría, descrita por el investigador de origen libanés, Nassim Nicholas Taleb, en su libro Skin in the game (Jugarse la piel, en su versión española). Según la misma, para doblegar a toda la sociedad e imponer una determinada política o criterio, todo lo que se necesita es un pequeño número de personas lo suficientemente motivadas e intolerantes. Tan solo con un grupo intransigente de un tres o cuatro por ciento de la población total, todo el conjunto tendrá que someterse a sus preferencias. Puede parecer absurdo, porque nuestra intuición nos indica lo contrario. Pensamos que el comportamiento de un grupo puede describirse como la suma del comportamiento de los individuos independientes, pero esto no es así.

La sociedad, más que nunca en nuestros días, es un sistema complejo y caótico, en el que el comportamiento del conjunto no puede predecirse en base al de los elementos individuales. En estos casos, las interacciones importan más que la naturaleza de los individuos. Es como intentar predecir el comportamiento de una colonia de hormigas observando a una sola. Totalmente imposible. Pues de igual manera, las normas que rigen en nuestra sociedad son diferentes a las que operan en los individuos aislados. Es a lo que el filósofo y científico Herbert A. Simon se refirió por primera vez en la década de 1960 como «propiedades emergentes», aquellos atributos de una comunidad que no se aprecian en los individuos y que se hacen evidentes únicamente cuando coexisten en un espacio dado en forma de población.

Y los efectos de estas reglas pueden apreciarse en aspectos bien cotidianos. Por ejemplo, ¿han reparado en que cada vez hay más alimentos etiquetados «sin gluten»? ¿Piensan ustedes que es porque ha aumentado el número de celíacos? Pues no, claramente ese no es el motivo. La explicación es que una persona celíaca nunca comería productos con gluten, mientras que el resto de la población (la mayoría silenciosa) sí que comería alimentos sin esta proteína vegetal. En tanto que el coste de fabricar productos sin gluten sea menor que el de duplicar referencias en inventario (como es el caso), el fabricante dejará de fabricar productos para la mayoría y su target será la minoría, la población celíaca en este ejemplo.

Otro escenario en la que aplica esta regla es en el de los baños públicos. En algunos bares y restaurantes, los aseos se han sustituido por espacios adaptados para personas con discapacidad, eliminando los «baños no adaptados». Y aplaudo que sea así para eliminar barreras y hacerlos más accesibles. Pero ¿por qué eliminar los otros aseos? Obviamente, hay factores técnicos y económicos que lo justifican, pero también por el hecho de que una persona con discapacidad no usaría un baño estándar pero una persona no discapacitada si usará un baño acondicionado. Vuelve a imponerse de nuevo la regla de la minoría. Y he de decir que en alguna ocasión me he visto perjudicado por ello al hacerse larga la espera mientras dudaba si podía usar o no un baño adaptado creyendo que su uso estaba reservado.

Me encuentro convencido de que con semejantes ejemplos he debido hacerles ver el punto de la cuestión. Y espero que así sea porque es ahora cuando vienen las curvas. Agárrense fuerte. La cultura y el estilo de vida europeos están en peligro de extinción. En primer lugar, por nuestras bajas tasas de natalidad, que se encuentran por debajo de los niveles de reemplazo necesarios para mantener el nivel actual de población, lo que provocará una reducción de esta a partir de 2026 y un potencial colapso de nuestra economía a medio plazo. Y el segundo motivo tiene que ver con la regla de las minorías. Estamos a merced de unos pocos grupos sectarios y extremistas que, aun siendo minoritarios, están haciendo el ruido suficiente para imponer su dictadura a la mayoría silenciosa.

Es a través de la regla de la minoría que se han terminado imponiendo las políticas de lenguaje inclusivo, las cuotas de representación en el ámbito laboral y educativo, el reconocimiento de la identidad de género autopercibida, la regulación de símbolos religiosos en lugares públicos (sobre todo si son cristianos, porque el hiyab sí que es cool ) y otras políticas de ecologismo extremo que centran el debate político y social actual desviando la atención de lo que verdaderamente importa: Europa se va al garete. Estamos telegrafiando nuestro suicidio. Y para evitar el colapso, el de nuestra cultura y nuestra democracia, hemos de romper la regla de la minoría. ¿Una sociedad que resulta tolerante por naturaleza debería ser intolerante con la intolerancia? Si alguien duda en la respuesta ha de tratar de entender lo que nos dice la regla de la minoría: un pequeño grupo de intolerantes pueden controlar y destruir la democracia. A mí no me cabe duda: debemos ser intolerantes con las minorías intolerantes. Debemos descartar el informe en minoría.

Porque una minoría puede impulsar grandes cambios. Porque una sola idea puede transformarlo todo y redibujar el mundo. Porque al igual que hace apenas unas décadas, quien portaba un teléfono móvil era poco menos que un extraterrestre al que mirábamos con cara de asco, actualmente más 5.400 millones de personas en el planeta tienen un dispositivo móvil en el bolsillo (o más de uno). Y todo empezó por un pequeño grupo. Una reducida minoría de intolerantes; unos inconformistas con el estado de las cosas. Una anecdótica proporción de personas, pero totalmente comprometidos con una visión, que quisieron transformar el mundo. Y lo hicieron: Meucci, Graham Bell, Jobs. Terminaron conquistándonos a todos. Nos sedujeron. Nos doblegaron y nos robaron un parte de nuestras vidas, concretamente un 22%.